Edmundo de Amicis




marineros y pastorcillas; entre tanta confusión no se sa-
bía a dónde mirar; un estrépito ensordecedor de trom-
petas, cuernos y platillos; las máscaras de las carrozas
bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle y
a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse,
y se tiraban con furia naranjas, confetti y serpentinas. Por
encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde al-
canzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cas-
cos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón pie-
dra, gorros gigantescos, trompas enormes, armas extra-
vagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas;
todos parecían locos.
Cuando nuestro carruaje entró en la plaza iba delan-
te de nosotros una magnífica carroza, tirada por cuatro
caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnal-
das de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince
jóvenes disfrazados de caballeros de la corte de Francia,
con brillantes trajes de seda, peluca blanca rizada, som-
brero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el
pecho muchos lazos y encajes.
Todos cantaban a coro una cancioncilla francesa, arro-
jaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplau-
día y lanzaba exclamaciones jubilosas. De pronto vimos
que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantaba
sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o
seis años, que lloraba desconsoladamente, agitando los
brazos como acometida por ataques convulsivos.
El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los
que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:
—Tome a esta niña, que ha perdido a su madre en-
tre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar
lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.
El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los
demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba;
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el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su mar-
cha con lentitud.
Mientras tanto, según nos dijeron después, en el ex-
tremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio en-
loquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y
empellones, gritando:
—¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me
la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!
Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel es-
tado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apre-
tujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle
paso.
El de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar
contra las cintas y los bordados de su pecho a la descon-
solada niña, girando su mirada por la plaza y tratando
de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con
las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llo-
rar.
El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gri-
tos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naran-
jas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más
asustada y convulsa.
—¡Busquen a su madre! —gritaba el de la carroza a
la multitud—. ¡Busquen a su madre!
Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la ma-
dre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la
calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia la carroza...
¡Jamás la olvidaré! No parecía persona humana: tenía la
cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se
lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si
era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como
dos garras para asir a su hijita. La carroza se detuvo.
—¡Aquí la tiene! —dijo el que la llevaba, entregándo-
le la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en
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los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra
su pecho... Pero una de las manecitas quedó por unos se-
gundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de
la mano derecha un anillo de oro con un grueso diaman-
te, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.
—Toma —le dijo—, guárdate esto que podrá ser tu
dote de esposa.
La madre se puso muy contenta, la gente prorrum-
pió en plausos; el de la carroza y sus compañeros reanu-
daron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en me-
dio de una tempestad de aplausos y de vítores.
Los chicos ciegos
Jueves, 23
Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para
sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor
en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tie-
ne el pelo tan blanco, que parece llevar en la cabeza una
peluca de algodón, y habla como si entonase una canción
melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuan-
to entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se
acercó al banco y le preguntó qué tenía.
—Mucha atención con los ojos, chiquito —le dijo.
Derossi le preguntó:
—¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted pro-
fesor de los ciegos?
—Sí, durante varios años —respondió. Y Derossi insi-
nuó a media voz:
—¿Por qué no nos dice algo de ellos?
El maestro se sentó en su mesa.
Coretti dijo en voz alta:
—El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.
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—Vosotros decís ciegos —comenzó el maestro—, como
diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis
bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Cie-
gos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la no-
che; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada
de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en
perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas
de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que
podríais permanecer siempre así; inmediatamente os so-
brecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible
vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final
o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se
entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, du-
rante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el
violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír,
subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y mo-
viéndose con soltura por los corredores y dormitorios,
nadie diría que son tan desventurados. Hay que obser-
varlos con detención.
»Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos
y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta
con cierta jovialidad; pero se comprende por la expre-
sión severa y alterada de los semblantes que deben ha-
ber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña
desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se
advierte una gran resignación, pero están tristes y se adi-
vina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hi-
jos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido
la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdade-
ro martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos
nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amane-
cer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en
una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el ros-
tro humano. Imaginaos cuánto deben haber sufrido y
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sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda
diferencia que hay entre ellos y quienes los ven. Segura-
mente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta dife-
rencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he
estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella
clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aque-
llas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vo-
sotros... me parece imposible que no os consideréis to-
dos dichosos. ¡Pensad que hay unos treinta mil ciegos en
nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la luz...!
¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfi-
lar bajo nuestros balcones o ventanas!
El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar.
Derossi preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tac-
to más fino que nosotros. El maestro dijo:
—Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos
los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos
el de la vista, están más y mejor ejercitados que los que
ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregun-
ta al otro: «¿Hace sol?», y el que antes se viste va corrien-
do al patio para agitar las manos en el aire y comprobar
si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a
dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una per-
sona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el
carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz;
recuerdan la entonación y el acento a través de los años.
Se dan cuenta si en una habitación hay más de una per-
sona aunque hable solamente uno y permanezcan inmó-
viles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o
menos limpia... Las niñas distinguen la lana teñida de la
que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por
las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor,
aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno.
Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que produce gi-
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rando, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los
arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con
pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las vie-
sen, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espar-
tos, hilos y junquillos de diversos colores con extraor-
dinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para
ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus
mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivi-
nar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los lle-
van al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto
quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan
de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas,
de los diferentes instrumentos, y la alegría con que pal-
pan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas
para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!
Garoffi interrumpió al maestro para preguntarle si
es cierto que los chicos ciegos aprenden las Matemáti-
cas mejor que los otros.
El maestro respondió:
—Así es. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tie-
nen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan
los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las
palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se rubo-
rizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. Tam-
bién escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un pa-
pel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca
muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabe-
to especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el
revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando
los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito,
así como la escritura de otros. De esta forma hacen re-
dacciones y se intercambian cartas. De igual manera es-
criben los números y hacen las operaciones. Calculan men-
talmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae
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la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que
les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuer-
dan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños,
de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cin-
co en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y
conversando el primero con el tercero y el segundo con
el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin per-
der una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tie-
nen en el oído!
»Dan más importancia que vosotros a los exámenes,
os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al
maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato;
saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien
o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gus-
ta que el maestro los toque cuando los anima o los ala-
ba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su
gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son
buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siem-
pre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas,
por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos
tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flau-
tistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a
alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuen-
tran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con recti-
tud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo
del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción
generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.
Votini preguntó si tocaban bien.
—Sienten hondamente la música —respondió el maes-
tro—. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay ciegui-
tos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres
horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a to-
car y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro
de música dice a alguno que carece de aptitudes para la
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música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar
como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí den-
tro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente
alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, tem-
blando de emoción, como extasiados al escuchar las ar-
monías que se esparcen por la infinita oscuridad que los
rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consue-
lo de la música!
»Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un
maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista.» Para ellos,
el primero en la música, el que sobresale en tocar el pia-
no o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran.
Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos ami-
gos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o
para reconciliarlos. Él es quien se encarga de enseñar a
tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que
como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle
las buenas noches. Continuamente están hablando de
música. Ya acostados, después de un día fatigoso de es-
tudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye char-
lar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orques-
tas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de
la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que
casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan ex-
tremada.
»La música es para ellos lo que la luz para nosotros.
Derossi preguntó si sería posible ir a verlos.
—Sí, se puede —respondió el maestro—; pero no con-
viene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuan-
do estéis en condiciones de comprender toda la magni-
tud de la desventura que padecen y sentir la compasión
que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos.
A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana
abierta de par en par, respirando con fruición el aire fres-
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co, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la ex-
tensa planicie verde y las azuladas montañas que voso-
tros podéis contemplar...; pero pensar que ellos no ven
ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón,
como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante.
Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca
el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna,
inspiran menos compasión. Pero hay niños que se han
quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo,
se dan perfectamente cuenta de lo que han pedido, y és-
tos sufren más al notar que cada día se les van borrando
un poco más las imágenes más queridas, como si fuera
desapareciendo de su memoria el recuerdo de las perso-
nas amadas. Uno de esos muchachos me decía cierto día
con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista,
aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara
de mi madre, que ya no la recuerdo!»
»Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las
manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a
la barbilla, luego los orejas, para darse cuenta de cómo
son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las
llaman muchas veces por su nombre como para rogarles
que se dejen ver siquiera una vez.
»¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros
de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción,
que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver
a la gente, las casas, el cielo... Estoy seguro que ninguno
de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a
privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo
fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices ni-
ños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o
no han visto jamás las facciones de su madre.
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El maestro está enfermo
Sábado, 25
Ayer tarde, al salir de la escuela, fui a visitar a mi
maestro enfermo. El trabajo excesivo le ha hecho enfer-
mar. Cinco horas de lección al día, luego una hora de gim-
nasia, luego otras dos horas de escuela de adultos por la
noche, lo cual significa que duerme muy poco, que come
a escape y que no puede ni respirar siquiera tranquila-
mente de la mañana a la noche; no tiene remedio, ha arrui-
nado su salud. Esto dice mi madre. Ella me esperó aba-
jo, en la puerta de la calle; subí, y en las escaleras me en-
contré al maestro de las barbazas negras, Coatti, aquel
que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él me miró
con los ojos fijos, bramó como un león en broma, y pasó
muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuarto
y tiraba de la campanilla; pero pronto cambié, cuando la
criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscu-
ras, donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en
una cama pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se
puso la mano en la frente como pantalla para verme me-
jor, y exclamó con voz afectuosa:
—¡Oh, Enrique!
Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hom-
bro y me dijo:
—Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver
a tu pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, que-
rido Enrique. Y, ¿cómo va la escuela? ¿Qué tal los com-
pañeros? ¿Todo va bien, eh, aun sin mí? Os encontráis
bien sin mí, ¿no es verdad? ¡Sin vuestro viejo maestro!
Yo quería decir que no; él me interrumpió:
—Ea, vamos, ya lo sé que no me queréis mal.
Y dio un suspiro.
Yo miraba unas fotografías clavadas en las paredes.
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—¿Ves? —me dijo—. Todos esos muchachos me han
dado sus retratos, desde hace más de veinte años. Gua-
pos chicos. He ahí mis recuerdos. Cuando me muera, la
última mirada la echaré allí, a todos aquellos pilluelos,
entre los cuales he pasado la vida. ¿Me darás tu retrato
también cuando termines el grado elemental?
Luego tomó una naranja que tenía sobre la mesa de
noche, y me la alargó diciendo:
—No tengo otra cosa que darte; es un regalo de en-
fermo.
Yo le miraba y tenía el corazón triste, no sé por qué.
—Ten cuidado, ¿eh? —volvió a decirme—; yo espero
que saldré bien de ésta; pero si no me curase..., cuídate
de ponerte fuerte en Aritmética, que es tu punto débil;
haz un esfuerzo; no se trata más que de un primer esfuer-
zo, porque a veces no es falta de aptitud; es una preocu-
pación o, como si se dijese, una manía.
Pero, entretanto, respiraba fuerte; se veía que sufría.
—Tengo una fiebre muy alta... —Y suspiró—. Estoy
medio muerto. Te lo repito: ¡firme en Aritmética y en los
problemas! ¿Que no sale bien a la primera? Se descansa
un momento y se vuelve a intentar. ¿Que todavía no sale
bien? Otro poco de descanso y vuelta a empezar. Y ade-
lante, pero con tranquilidad, sin cansarse, sin perder la
cabeza. Vete. Saluda a tu madre. Y no vuelvas a subir las
escaleras; nos volveremos a ver en la escuela. Y si no nos
volvemos a ver, acuérdate alguna vez de tu maestro del
tercer año, que siempre te ha querido bien.
Al oír aquellas palabras, sentí deseos de llorar.
—Inclina la cabeza —me dijo. La incliné sobre la almo-
hada y me besó sobre los cabellos. Luego añadió—: Vete
—y volvió la cara del lado de la pared. Yo bajé volando
las escaleras, porque tenía necesidad de abrazar a mi ma-
dre.
156

La calle
Sábado, 25
Esta tarde te he estado observando desde la ventana
cuando venías de visitar al maestro y he visto que tro-
pezabas con una señora. Ten más cuidado cuando vayas
por la calle. También hay en ella deberes que cumplir. Si
en una casa procuras medir los pasos y los gestos, ¿por
qué no has de hacer otro tanto en la calle, que es de domi-
nio público?
Recuérdalo, Enrique: cuando encuentres a un ancia-
no, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda
con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una
familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debe-
mos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el
amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.
Cada vez que veas a una persona en peligro de ser
arrollada por un vehículo sácala de la calzada si es un
niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a
un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa, coge
el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños
riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no pre-
senciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y
endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniata-
do entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel
de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de
hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una
camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase
un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir maña-
na de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chi-
cos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que
a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos
y a los niños abandonados; piensa que pasan la desven-
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tura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien
tenga una deformidad repugnante o ridícula.
Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida
a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Contesta
con educación al que te pregunte por una calle. No mires
a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni
grites.
Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga,
ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la
vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, tam-
bién la hallarás en el interior de las casas.
Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives;
si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría
tenerla presente en la memoria, poder recorrer con el pen-
samiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos
años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de
tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encon-
traste los primeros amigos. Ha sido una madre para ti: te
ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus ca-
lles y en su gente, quiérela y defiéndela si alguna vez la
desprecian delante de ti.
TU PADRE
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MARZO
Clases nocturnas
Jueves, 2
A NOCHE me llevó mi padre a ver las clases nocturnas de
nuestra sección Baretti. Estaban ya las aulas ilumina-
das y los obreros empezaban a entrar.
Al llegar vimos que el Director y los maestros esta-
ban disgustados porque poco antes habían roto de una
pedrada el cristal de una ventana. El bedel había salido
inmediatamente, atrapando a un muchacho que pasaba;
pero en el mismo momento se presentó Stardi, que vive
enfrente de la escuela, diciendo:
—Éste no ha sido. El culpable es Franti, que tiró la
piedra y me dijo: «¡Ay de ti como digas algo!» Pero yo no
le tengo miedo.
El Director dijo que Franti quedaría definitivamen-
te expulsado. Entretanto se iba fijando en los obreros que
entraban por parejas o en grupitos de a tres, habiendo
ya en las clases más de doscientos.

¡Nunca me había imaginado que fuese tan digna de
verse una escuela nocturna! Había muchachos de doce
años en adelante, y hombres con barba que volvían del
trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros,
fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las ma-
nos blancas, mozos de panadería con el pelo enharinado;
se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos
los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maes-
tranza de Artillería, uniformados, mandados por el cabo.
Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, qui-
taban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y en
seguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Al-
gunos se acercaban al maestro para pedirle explicacio-
nes, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro jo-
ven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres
o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacía correc-
ciones con la pluma; también estaba allí el maestro cojo,
que se reía con un tintorero que le había llevado un cua-
derno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba cla-
se mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encar-
garse de nosotros.
Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé
admirado cuando empezaron las clases viendo lo aten-
tos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear
las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según
nos dijo el Director, la mayoría no había ido a casa a co-
mer algo, por lo que debían sentir hambre.
Los pequeños, al cabo de media hora de clase, daban
cabezadas y algunos incluso se dormían. El maestro les
despertaba haciéndoles cosquillas en las orejas. Los ma-
yores, no; estaban muy despiertos, escuchando con la boca
abierta, sin moverse lo más mínimo. Me causaba admi-
ración ver en nuestros bancos a hombres barbudos.
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Subimos al piso de arriba, corrí a la puerta de mi cla-
se y vi sentado en mi sitio a un hombre de grandes bigo-
tes, que llevaba una mano vendada, que tal vez se habría
lastimado accionando alguna máquina o herramienta;
pero con todo se esforzaba por escribir, aunque muy des-
pacio. Lo que más me gustó ver fue que el puesto del alba-
ñilito lo ocupaba precisamente su padre, el albañil tan
corpulento como un gigante, que apenas cabía sentado,
con la barbilla sobre los puños y la vista en el libro, con
una atención muy intensa, sin que se le oyera respirar.
Y no era una casualidad que estuviese allí, puesto que
ya había dicho al Director la primera noche:
—Señor Director, le agradecería que me pusiese en
el mismo sitio de mi «hocico de liebre»— pues así es como
siempre llama a su hijo.
Mi padre me tuvo allí hasta el final, y vimos en la ca-
lle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que
esperaban a sus maridos, y, cuando éstos salían, se ha-
cía el cambio: los hombres tomaban en sus brazos a las
criaturas y las mujeres llevaban los libros y cuadernos
hasta el propio domicilio. La calle permaneció algún tiem-
po llena de gente y de ruido. Después todo quedó nue-
vamente en silencio, y no distinguimos ya más que la fi-
gura alta y cansada del Director, que se alejaba.
La pelea
Domingo, 5
Era de esperar: Franti, al ser expulsado por el Di-
rector, quiso vengarse y esperó a Stardi en una esquina
a la salida de la escuela, cuando acostumbra a pasar por
allí todos los días con su hermana, a la que acompaña des-
de su colegio, sito en la calle Dora Grossa. Todo lo pre-
161

senció mi hermana Silvia al salir de su sección, y llegó a
casa muy asustada.
He aquí lo sucedido: Franti, que llevaba puesta su lu-
josa gorra de hule, aplastada y caída sobre una oreja, fue
de puntillas hasta alcanzar a Stardi, y para provocarlo
dio un estirón a la trenza de su hermana, pero tan fuer-
te que casi la hizo caer al suelo. La niña lanzó un grito y
su hermano volvió la cara. Franti, que es mucho más alto
y fuerte que él, pensaba: «O se aguanta o lo muelo a gol-
pes.» Pero Stardi no lo pensó dos veces. A pesar de lo
pequeñajo y débil que es, se arrojó de un salto sobre el
chulo grandullón y le propinó muchos puñetazos; sin em-
bargo, no le podía y recibió más golpes de los que dio.
A aquella hora sólo pasaban por la calle niñas y na-
die podía separarlos. Franti lo tiró al suelo; pero Stardi
se puso en seguida en pie y volvió a plantarle cara, aun-
que sin poder evitar que el otro lo zarandease y lo gol-
peara como a una puerta. Al cabo de unos momentos, le
arrancó media oreja, le amorató un ojo y le rompió las
narices, por las que le salía sangre abundante. Mas no
por eso cejó Stardi, que decía:
—Tú me matarás, pero me las has de pagar.
Franti no cesaba de dar a su contrario puntapiés y
puñetazos. Una mujer gritó desde la ventana:
—¡Bravo por el pequeño!
Otras decían:
—Ese chico defiende a su hermana. ¡Ánimo, valiente!
Y a Franti le gritaban:
—¡Te haces el chulo porque eres mayor que él! ¡Co-
barde!
El muy granuja echó la zancadilla a Stardi y éste cayó
debajo de él:
—¡Ríndete! —le dijo Franti.
Stardi le replicó:
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