En 1584, cuando el monje católico Giordano Bruno afirmó que existían "incontables soles e incontables tierras, todas rotando alrededor de sus soles", fue acusado de herejía. Pero aún en la época de Bruno, la idea de una pluralidad de mundos no era enteramente nueva. Desde tan atrás en el tiempo como en la antigua Grecia, la humanidad ha especulado que podrían existir otros sistemas solares, y que algunos de ellos podrían albergar otras formas de vida.
La Tierra fue destronada de su lugar como entidad suprema en el cosmos a principios del siglo 16, cuando Copérnico descubrió que nuestro planeta orbita al Sol. Su percepción, si bien aceptada a regañadientes, cambió el pensamiento occidental para siempre.
En el amanecer del siglo 20, Edwin Hubble, utilizando lo que era entonces el mayor telescopio del mundo, en la cima del monte Wilson, encontró que las pequeñas nebulosas del cielo eran islas vecinas de estrellas, más allá de nuestra propia galaxia, y que cada una de ellas contenía centenares de miles de millones de estrellas.
Las observaciones de Hubble probaron que los potenciales refugios de planetas habitables son incontables. Sin embargo, transcurrió casi todo un siglo sin que se hallaran pruebas convincentes de la existencia de planetas alrededor de las estrellas más cercanas. En varias ocasiones se anunciaron descubrimientos de tales planetas, solamente para ser después rechazados.
Esperanza y desencanto
Como los planetas son demasiado pequeños y lejanos como para ser observados directamente, los astrónomos han intentado discernir su existencia detectando sus efectos sobre la estrella madre. Hacia fines de los '60, el astrónomo Peter van de Kamp alegó haber detectado dos planetas utilizando esta técnica. Sin embargo, las observaciones subsecuentes no pudieron verificar la existencia de ningún planeta alrededor de la Estrella de Barnard, la segunda estrella más cercana al Sol. Las perspectivas para el hallazgo de nuevos mundos alrededor de otras estrellas mejoraron en los '80 cuando el Dr. Bradford A. Smith, de la Universidad de Arizona en Tucson, y el Dr. Richard J. Terrile, del Laboratorio de Propulsión a Chorro, realizaron observaciones infrarrojas de un disco de polvo que rodeaba la estrella común Beta Pictoris.
Su descubrimiento proporcionó la primera prueba clara de que existían discos chatos de material alrededor de otras estrellas, además del Sol. El disco de Beta Pictoris parecía ser un joven sistema planetario en formación, y de esa forma apoyó al modelo estándar de nacimiento de sistemas solares, el que supone que los planetas se forman por acreción de un disco de polvo y gas que rodea a una estrella joven.
Mundos verdaderamente extraterrestres
El primer descubrimiento verdadero de un planeta llegó en 1994, cuando el Dr. Alexander Wolszczan, un radioastrónomo de la Universidad Estatal de Pennsylvania, informó de lo que él llamó "prueba inequívoca" de sistemas planetarios extrasolares. Si bien los científicos aceptaron su afirmación, aquellos que esperaban evidencias de sistemas planetarios similares al nuestro se sintieron algo menos que eufóricos. Wolszczan había descubierto dos o tres objetos de tamaños planetarios en órbita alrededor de un pulsar, en lugar de una estrella normal, en la constelación de Virgo. Un pulsar es un remanente denso y de rápida rotación de una explosión supernova.
Wolszczan realizó su descubrimiento observando las variaciones regulares en la radioseñal de pulso rápido del pulsar, indicativas de los complejos efectos gravitatorios de los planetas sobre la estrella muerta.
Los orígenes de los inesperados planetas pulsares de Wolszczan son todavía materia de debate, pero hay poca controversia sobre un punto: estos mundos no podrían albergar vida tal como la conocemos. Estos acompañantes planetarios estarían permanentemente bañados por una radiación altamente energética, que los dejaría estériles e inhóspitos.